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Cascadas de chocolate

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Llegó a su casa. Le pareció más vacía que nunca. El eco le seguía los pasos. Cada día parecía más una gruta. La gran sala de la piscina, que cruzaba todos los días, parecía un estanque. Un triste estanque caliente de aguas humeantes. ¿De verdad hacía falta ese gasto? El encargado de la casa se empeñaba en que todo estuviera perfecto cada día.

Sí, hoy era de esos días en los que no podía pasar de largo. Llegar a la escalera y darse la vuelta. Volver y mirarle a los ojos a aquella pequeña masa de agua humeante. Quitarse la ropa de trabajo, quedarse mirandola al pie, en ropa interior. Pero el agua, escondida detrás de una neblina tibia, también le devolvía la mirada. Le decía con un tono autoprotector y malévolo, ‘me penetrarás sguramente, pero no tienes con quien disfrutar este momento’. No sería la primera vez que subiera las escaleras en ropa interior con esa triste sensación de soledad. De qué servía aquella casa, aquel agua aquel trabajo, si no había nadie con quién hacer apasionadamente el amor al pie.

Pero eso sólo le sucedía algunos días, otros, como hoy, no se hubiera dado por vencida. Hoy no. Estaba en ropa interior en su propia casa, con su propia piscina humeante, con su braguita ceñida y su sujetador medio transparente, capaz de descentrar a cualquier miembro masculino de su entorno. De repente estaba zambulléndose en el agua. Sentía el placer de su cabello mojado sobre su cara, el incómodo tacto de la tela del sostén, la sensación del agua muy caliente en su sexo. Debía quitarse ese sostén. Pero justo en ese momento creyó escuchar unos pasos. Creyó ver a lo lejos a un joven fuerte, con barbas y mirada perdida, un hombre de torso desnudo apunto de desnudarse y meterse en el agua.

Quizá su imaginación le engañaba. A esas horas sólo sus pastores belgas estaban en casa, y obviamente nadie entraría sin que ellas lo olieran. Quizá si fuera alguien muy bueno, quizá, ellas tenían un sexto sentido para la gente buena. Quizá su imaginación dándole una mala pasada. Sería sí, eso, sí que le encantaba imaginar, y aquella figura que creía haber visto entre el vapor de agua parecía la de aquel chico bueno con quien whatsappeara aquella tarde.

Claro que no podía ser. Vivía demasiado lejos. Mientras hablaba con él se lo había imaginado más y más cerca de su casa, casi llamando al timbre, entrando besándola y haciéndole el amor apasionadamente hasta hacerla morir de gusto. Pero, estaba claro. En este mismo instante sólo tenía su imaginación, el calor del agua y quizá, y sólo quizá, la sabiduría del movimiento circular de su dedo índice sobre su sexo. Así que hoy nada le estropearía ese momento.

Su sujetador desapareció bajo el agua. Pudo sentir sobre sus pechos liberados el calor, la caricia cálida del agua sobre sus pezones. Luego se pudo liberar de la parte de abajo, esto, extrañamente, le costaba algo más, aunque estuviera sóla en casa. Pero le hacía sentir libre. Quería ya salir del agua y dirigirse a su lugar favorito, la piscina de las ramas de canela. Efectivamente una pequeña acequia de agua caliente bañada con ramas de canela y una suave luz rojiza. Pero, mierda, se paró en seco, otra vez creyó verlo de nuevo.

¿Había sido otro espejismo?¿El exceso de trabajo? Lo cierto es que esta vez lo había visto más claro, escondido entre las sombras, completamente desnudo, atractivo, robusto, pero no desarrollado, fuerte pero delgado, mirándole afectuoso desde la oscuridad. De repente se sintió desnuda, no cohibida sino desnuda, excitada. Su tránsito quebrado, en mitad dos escalones que ascendían por el agua. Pronto comprendió que su imaginación le jugaba, en este caso, una extraña mala pasada.

Desnuda se acercó a la sala de canela. Aquí era donde habitualmente se tocaba, el ambiente el aroma, el vapor de agua, la luz, el pequeño y acogedor espacio. Lo imagino viniendo hacia su casa, reduciendo más y más la intensa distacia. 20 km ahora, sentirlo cerca, 10, imaginarlo doblando la pared de pavés, asomando, dos metros, verlo quitarse la ropa, acercarse, un metro, verlo agarrar su cara, besarla en la boca, un milímetro, y sentir sus labios. Empezar a sentir la distancia en negativo, poco a poco, despacio, cada vez más dentro de ella… mierda, tuvo que parar. Escuchó el timbre, pero sólo, empezó a pensar, dentro de su cabeza. En absoluto podía ser cierto.

En cierto modo le alegró. Estaba apunto del orgasmo. A diferencia de muchas de sus amigas a ella le encantaba posponer el orgasmo. Mucho más que repetir, implementar más y más el plager hasta morirse del gusto y luego parar y volver al pricipio. Así que hasta cierto punto le alegró aquella extravagante sugestón de su cerebro. Qué le excitaría a él si estuviera allí. Tenía que contnuar a la sala de al lado. A ella le parecía una excentricidad pero alguien lo había puesto allí, una fuente de chocolaterapia. No era tanto su sabo, que le encantaba, sino el tacto del chocolate en su piel, la sensación líquida sobre sus pezones, la densidad bajando lenta sobre su abdomen, adentrándose hasta cubrir los pliegues de su sexo, el colarse dentro junto as sus dos dedos bañados.

Lo imaginó a él enfrente de ella, bajo la pequeña cascada, adentrándose, erecto, sintiendo el viscoso líquido marrón caer apetitoso por su piel iniesta, el cacao bajando por sus pectorales, por sus hombros, por su cara. La suave pero constante cortina de cacao deslizándose sobre los rosados pliegues de su glande. Y allí estaba otra vez aquella mirada profunda de hombre bueno, escondida, bañada otra vez en chocolate.

¡¡¡Ahh!!! Esto ya si que no. Esta vez lo habia sentido en su propia piel. Algo o alguien le había besado en el cuello, cerca de la nuca. Lo había sentido, sensual, cariñoso y aterrador. Porque se había girado de un salto y no había nadie. Sus pezones como escarpias, el bello inexistente de sus brazos erizado, fría como la nueve. Ya no tenía ninguna gracia. Sintió el chocolate bajar por su cabello. Vale, venga estaba fatal, se decía. Igual su necesidad le hacía ya delirar. Quizá era el grueso líquido o quizá su cabello empapado sobre su cuello. Pero no le importaba, ahora sí le había dado mal rollo. Ahora sí que no pensaba jugar más esta noche allí desnuda. Así que se duchó y decidió a  irse, cerrada y sin orgasmo, a su cuarto.

Le llevó como siempre un buen rato quitarse el cacao de todos los pliegues de su piel. Subió a su cama desnuda con la ropa en la mano. Se sentía algo idiota y a la vez lejanamente excitada. En su habitación, en su enorme cama, con sus perras cerca, en el suelo, podría domir tranquila. Quién sabe, igual acabar de tocarse. Se acostó desnuda. El día había sido largo. Se quedó dormida.

Se despertó con la luz de la mañana, feliz y con energía. Era sábado. Había dormido de sobra. Estaba fresca. Se hubiese sentido capaz de hacer los quilómetros ella. Pero no hacía falta. Había soñado con él en su cama. Entre sueños de montañas y playas vacías había soñado que él dormía con ella, abrazado, cálido, tranquilo, con su mano izquierda agarrando con la mayor delicadeza del mundo su pecho. Había soñado que había dormido abrazada a él con su pecho en la mano, y con sus sexo iniesto, muy juntos. Al despertarse se tocó por fin. Lo sintió muy dentro, y envuelta en su bata se levantó. Sobre su alfombra, vió algo. Dos billetes de avión.

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